Fundación de nuevas universidades públicas
por Juan Guillermo Tejeda
En las últimas semanas los chilenos hemos avanzado casi tanto como en las últimas décadas en cuanto a la discusión nacional sobre universidades públicas, todo ello dentro de un contexto de sanadora sublevación estudiantil.
¿Qué se seguirá de todo ello? Lo que parece estar claro es que el modelo de sistema universitario que se ha venido arrastrando en Chile desde que regresamos a la democracia ya no corresponde a lo que la gente siente y pide.
La cobertura del sistema es satisfactoria, a niveles europeos, pero los costos son destructivos: la calidad se ha desplomado hasta el punto de que seguir llamando universidades a muchos de los establecimientos privados que han logrado ese nombre parece una burla; las familias chilenas pagan más que ningún otro país en el mundo y quedan endeudadas por muchos años, y a menudo a cambio de una educación chatarra; las universidades serias, en cambio, tienen serias dificultades para sobrevivir. El afán universitario se centra hoy en la competencia, no en la colaboración. El mundo del saber se nos ha vuelto conservador, utilitario y mercantilista. Sólo son felices los que lucran. Es esto lo que la gente está rechazando.
¿Debería quizá fortalecer su matriz tecnológica la USACH, a la manera de muchas grandes universidades de países desarrollados, coordinándose con universidades de regiones que se orientan hoy en similar dirección? ¿Podrían la Universidad de Chile y la Universidad de Playa Ancha –otro caso– revincularse activamente con la UMCE para reformular un plan de oferta pedagógica con alcance nacional? Acomodos estos que, de hacerse, jamás debieran ocurrir al modo autoritario de la dictadura, sino por el contrario, mediante procesos participativos y consensuados.
Si todo marcha correctamente, de esta crisis bien pudiera emerger un nuevo modelo de sistema universitario.
Chile merece, ante todo, un sistema articulado de universidades públicas y estatales, estructurado a lo largo y ancho del país, un sistema de calidades estandarizadas, con una misión común que no sea la de sobrevivir a costa de lo que sea sino la de brindar a los chilenos un espacio serio, estable, bien administrado y dinámico para el desarrollo del conocimiento. Es lo que tienen todos los países desarrollados, y lo que siempre tuvimos.
Un sistema así sólo se sustenta con aportes basales provenientes del Estado. No menos de un 50% del gasto debe ser de aporte central, y esto no por un capricho, sino porque ello es indispensable según parámetros internacionales. El mismo dinero que las familias chilenas están gastando con mucho esfuerzo y poco resultado puede canalizarse estatalmente para garantizar un uso regulado, orientado al bien común, sin usuras, dentro de márgenes razonables de calidad.
Al mismo tiempo, el marco operativo y legal debe adecuarse a esta misión, y por tanto debe ser específicamente diseñado para las universidades públicas, no sólo para sus gobiernos respectivos, que es asunto de enorme relevancia, sino también para coordinar adecuadamente el sistema como un todo. Las universidades públicas son tan envidiadas cuando funcionan bien, que todos quieren apropiárselas: el poder político mediante una intervención exagerada del gobierno; los diferentes grupos ideológicos armando trenzas endogámicas internas que ven a cada unidad académica como un bastión a conquistar para los suyos; otros sueñan con privatizarlas y las erosionan con ese fin; los estudiantes se las toman o se las apropian cuando les parece, paralizándolas a veces indefinidamente, con los costos enormes que ello conlleva; los burócratas tienden a hundirlas en una niebla gris de formularios en nueve copias. De lo que no tiene dueño todos se sienten dueños, a veces demasiado.
Es preciso buscar en los más modernos modelos de gobierno universitario una modalidad adecuada a nuestra realidad, que permita la participación libre de todos los actores y grupos en una dialéctica razonable, y que desestimule las maniobras de apropiación. Y por cierto que es preciso garantizar que cada peso del dinero de los ciudadanos se gaste correctamente. Para ello existen herramientas específicas de control y no se ve por qué no podríamos aplicarlas exitosamente en nuestro país.
Estos recursos materiales y operativos, en un modelo renovado, debieran orientarse a lo que es la misión de las universidades públicas: colaborar más que competir, hacer investigación, crear nuevo conocimiento, formar parte de las redes mundiales en cada especialidad, publicar, dialogar, desarrollar labores de extensión, y también por cierto enseñar en pregrado y en posgrado. Las universidades son comunidades de comunidades, cada una de las cuales está formada por expertos. Por sobre todo es preciso preservar en ellas un clima de conversación, un ambiente de curiosidad, de amor por el conocimiento.
Las universidades no son, como afirman muchos políticos, ascensores para pasar de una clase social a otra, aunque tengan un rol relevante en la ecualización social y en el mejoramiento de las expectativas económicas. Son los espacios que las sociedades modernas se dan para preservar, transmitir y generar conocimiento en condiciones de libertad, equidad y pluralismo. Por ejemplo, la compleja investigación sobre el genoma humano de la Universidad de California quedó a disposición de todos en la red porque es una universidad pública, en tanto que la investigación paralela hecha en instituciones privadas es una mercancía más por la cual hay que pagar.
Un sistema universitario público que permita a alguien joven de Punta Arenas o de Iquique o de Valparaíso o de Santiago estudiar lo que su vocación le señala dentro de lo que el sistema social puede sensatamente ofrecerle como campo de desempeño, en condiciones de buen trato, equidad, pluralismo y convivencia con personas no siempre del mismo medio o de las mismas convicciones, será sin duda un potente ecualizador cultural, social y económico, una escuela de civismo.
Que las universidades públicas sean el motor de un nuevo modelo obliga a los académicos, estudiantes, personal de colaboración y gestores de las universidades estatales a ponerse las pilas. Muchas ineficiencias que se dejan pasar hoy porque el sistema ha sido injustamente atacado tendrían que remediarse. Los planteles deben contar con sistemas razonables y eficientes de gobierno orientados al cumplimiento de su misión. La gestión participativa es vital, pero no debe suponer blanduras en la toma de decisiones y en las sanciones cuando estas deban aplicarse. Las universidades estatales se obligan, en un nuevo esquema, a garantizar calidad según estándares homologados internacionalmente.
Si a un financiamiento adecuado se une una reforma operativa, y ello se hace contando con que el acceso no quedará afectado por el menor poder adquisitivo de los que pertenecen a sectores más vulnerables, y que habrá herramientas para frenar las malas prácticas de las universidades privadas, podríamos esperar razonablemente un cambio de modelo. Pero este no vendrá por sí solo: quienes creemos en las universidades públicas debemos visualizarlo, sentirlo viable, y proponerlo al país.
Hoy tenemos un modelo de mercado donde las universidades estatales pueden, como las privadas, desplegar su oferta a los consumidores de educación superior. Este engendro no es viable. Pertenece a un modelo de pensamiento neoliberal para el cual la educación es un bien de consumo. Pero la educación es otra cosa.
El país reclama hoy un sistema nacional de universidades públicas modernizadas y dinámicas, para que se desarrolle allí el saber en condiciones de equidad, complejidad y pluralismo.
Esto significará, como ocurre en cada reforma importante, fundar nuevas universidades estatales, reformular algunas, reubicar a otras. Podríamos pensar, por ejemplo, más allá de suspicacias: ¿Debería quizá fortalecer su matriz tecnológica la USACH, a la manera de muchas grandes universidades de países desarrollados, coordinándose con universidades de regiones que se orientan hoy en similar dirección? ¿Podrían la Universidad de Chile y la Universidad de Playa Ancha –otro caso– revincularse activamente con la UMCE para reformular un plan de oferta pedagógica con alcance nacional? Acomodos estos que, de hacerse, jamás debieran ocurrir al modo autoritario de la dictadura, sino por el contrario, mediante procesos participativos y consensuados.
A veces la descentralización quiere decir universidades más pobres allí donde hay menos recursos, lo que es un atentado al principio de equidad y una burla para la descentralización. A menudo las universidades estatales se han visto obligadas a ofertar precipitadamente productos de consumo educacional para poder sobrevivir, siguiendo modas, sin criterios estructurados. Ello no sería sostenible en un nuevo modelo nacional.
Las universidades no estatales, por su parte, harían bien en asumir su condición. Algunas de las que se dicen públicas, si quieren realmente serlo, quedan invitadas a donar sus terrenos e instalaciones al Estado, y si prefirieran no hacerlo deben reconocer que son privadas. Serán un complemento del sistema, no su motor. A menudo las universidades que son consideradas “las mejores” tipo Harvard son corporaciones privadas casi siempre tradicionales y escoradas hacia lo confesional y lo elitista. Sus indicadores son altos cuando se trata de tener Premios Nobel o postgrados o investigaciones, pero sin duda no serían tan altos si midiéramos sus esfuerzos por la equidad o sus contribuciones al pluralismo y al sentido cívico. Su control suele escapar al gobierno participativo de sus integrantes o a la voluntad de los ciudadanos, y se resuelve finalmente entre unas cuantas familias o individuos o grupos económicos a menudo externos. Quizás hagan grandes aportes al clasismo, a la desigualdad, al miedo, al sometimiento de los ciudadanos a normas misteriosas que brotan desde los grupos más privilegiados.
En cuanto a las que hoy se dicen universidades pero son meros negocios ideológicos o inmobiliarios o de oportunismo mercantil, deberían quedar impedidas de usar la denominación de Universidades.